Recuerdos y repeticiones

El lugar era en el Norte, quizás aquella misma ciudad por la que yo me había perdido o quizás otra similar, el tiempo, lo desconozco. Lo que sí sé es que la acción comienza con un hombre que se siente solo. Era un hombre cristiano, un pobre viudo que había pasado más noches velando que durmiendo. Para él su mujer lo había sido todo, nunca antes se había enamorado, nunca antes había abrazado y sudado y compartido. Antes de ella estaba la nada y después de ella otro tanto. O peor.

Siempre quiso honrar su recuerdo y en la práctica esto acabó por alimentar en su memoria aquellos buenos días pasados. De ese modo su mujer se mantenía vívida pese al cuerpo frío que reposaba en algún lugar del campo santo, viendo su imagen proyectada sobre un plano en el que nunca nadie hubiese jurado volver a verla y permitiendo al hombre convivir de nuevo con la que había sido su esposa. Al principio aquella imagen de la que fue (o seguía siendo) su mujer, sentada una vez más en aquella butaca en la que pasaba las tardes leyendo, le alivió. El hombre la tenía de nuevo a su lado. La observaba allí, con la espalda erguida y las piernas cruzadas. A veces triste, otras veces contenta, pero siempre el mismo rostro bondadoso del que se había enamorado.

Sin embargo, un día, la mujer comenzó a hablar, y ahí el hombre no tardó en darse cuenta de que esta vez ella era distinta, una proyección extraña que, pese a que se alimentaba de la imagen que él poseía de su mujer, no correspondía al recuerdo ideal que tenía de ella. Esa otra mujer que salía de su interior era obstinada y cruel. Poco tenía que ver con su esposa aquella que, en vez de buscar la felicidad de su marido, se dedicaba a atormentarle culpándole de su muerte. Él sabía que su verdadera mujer nunca hubiese hecho semejante cosa (¡semejante acusación!) y por eso comenzaba a dudar de que aquella construcción que su cerebro había modelado y sentado en la butaca de su mujer fuese, a fin de cuentas, su mujer.

En más de una ocasión pensó el hombre en abalanzarse sobre aquella usurpadora que ponía terribles acusaciones en la boca que tanto él había besado. Pero el hombre bien sabía que aquello era inútil. La mujer, pese a presentarse sólida ante sus ojos, no era más que una cortina de lluvia y humo que podía atravesarse. Una cascada cuyas aguas podían golpearse una y otro vez sin lograr en ningún momento silenciarlas.

Fue durante esos días de convivencia con aquel fantasma cuando el hombre, en parte por despecho en parte por no poder soportar la tentación de un cuerpo que no podía ser tocado, decidió comenzar a pasear por la zona portuaria en busca de prostitutas. Algo impensable para él, que tanto había amado a su mujer y que nunca antes había conocido a otra, acabó por convertirse en una necesaria vía de escape. De una a otra acabó pasando sus noches, escapándose de casa en la oscuridad, a veces bajo la mirada escrutadora de su mujer que le preguntaba a dónde iba. Era una pregunta inútil e hiriente, innecesaria en cuanto a que al hombre no le cabía ninguna duda de que su mujer sabía perfectamente a dónde él se dirigía. Tenía que saberlo ya que él lo sabía. No había duda.

De todas las mujeres que se vendían en el puerto había una que llamaba la atención del hombre. Desde la primera noche que tuvo sexo con ella no quiso a otra y, con el tiempo, llegó a pedirle que no viese a otros hombres, que él sería capaz de cubrirle todos los gastos, de pagarle íntegras las ganancias de cada noche. El hombre llegó a enamorarse de aquella puta que le recordaba a su mujer. Pero no a la mujer que seguía sentada en aquella butaca acusándole día tras día de su muerte, sino a su verdadera mujer, aquella que había muerto un año atrás.

Incapaz de llevarla a su casa, alquiló un pequeño apartamento en el que podían verse. El hombre sabía que su mujer lo sabía pero aprendió a ignorarla.  Era tan sólo una neblina antropomorfa, un incordio. Su verdadera mujer era ahora aquella otra prostituta. Una mujer, por fin, de carne y hueso. Alguien que podía ser deseada.

El hombre comenzó a vaciar los armarios con la ropa de su mujer. Ropa que le regaló a la prostituta. Joyas con las que la vestía y agasajaba. Los recuerdos por fin tomaban forma y la prostituta daba paso a la mujer. El hombre marcó con ella las mismas rutas que, años atras, incluso antes de casarse, había realizado con su mujer. Los mismos paseos. Los mismos besos en los mismos lugares. Recordó las películas que habían visto juntos y, en el cine, pasaba su brazo o acariciaba sus rodillas en el preciso instante en el que lo había hecho antes. Reconstruyó una vida que no se basaba en proyecciones acusadoras sino en experiencias reales. Pudo volver a vivir de verdad los tiempos felices. No volvió a enamorarse porque él entedía que nunca había dejado de estarlo y que era aquella, que antes llamamos prostituta, la mujer que le había acompañado siempre, la única, el amor de su vida.

Durante aquellos meses que luego dieron paso a los años, el hombre intentó pasarse lo menos posible por aquel otro piso que había dejado atrás. Las pocas veces que la necesidad le llevó a hacerlo, intentó evitar la mirada de aquella mujer de humo y agua que seguía observándole desde su butaca, gritándole sordamente al oído algo que él no quería oír.

El hombre consiguió así, con una increíble precisión, reconstruir su antigua relación, reviviéndola de un modo casi inconsciente, como si todo aquello no fuese más que el recuerdo tangente de lo que fue, como si el ayer y el hoy, el aquí y el allá, se acabasen conjugando. Como si el calendario de su relación ya viniese marcado, pautado. El hombre conocía cual sería el siguiente paso, ya que era él quien lo daba, pero, pese a eso, no dejaba de asombrarse cada vez que llegaba a él. Como si ese día, calco de otro, fuese el primero. Así pasaron los años, recordándose. Y así el hombre repitió sin vacilar el tiempo que había pasado con su mujer.

Un día el hombre madrugó inquieto y recordó a su esposa muerta. Luego miró a su mujer, tumbada sobre la cama, y luego la vio de nuevo tumbada sobre algún frío y acolchado féretro. Pensó de nuevo en aquello que tantas veces antes había pensado, que tantas veces se le había repetido, como una permutación que vuelve, como el fin de unos pasos que se agotan, de unas huellas que se adentran cada vez más en el barro, pisada tras pisada, recuerdo tras recuerdo.

Pensó el hombre en aquella mujer viva que no podía ser su mujer, porque su mujer estaba muerta. Aquella otra mujer que había muerto y que le había acusado, pero que tenía que morir porque otra, antes que ella, también había fallecido. Porque los pasos, si se repiten, no pueden llegar más allá de aquellas otras marcas que hay en el suelo. El hombre se acercó a la mujer, dormida en la cama, del mismo modo que se había acercado otras veces. No era lluvia ni humo y, aunque en aquel instante él parecía no saberlo, no le cabía ninguna duda de que su fantasma no tardaría en volver a sentarse sobre la butaca.

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