I (de no sé cuantas)

Se preguntaba a dónde iba mientras se lanzaba recostado sobre la hierba. Fresca y dulce por el rocío, templada bajo su peso y húmeda en verano. No había lugar más agradable, ni compañía más solitaria. Caía deformando las briznas y marcando su contorno, dejando la herencia de una silueta sobre el verde enrrabietado. Miraba las nubes de gris oscuro. Las nubes que de noche se camuflan. Y miraba también la luna blanca, la única y distinta. Permanecen los ojos abiertos y se entretienen ahí arriba, mientras los dedos corresponden juguetones y se enredan, y resoplan dientes de león.

Con quince años y en verano, la mayor preocupación es el precio de las pipas. Y ahí, tirado bajo el orbe oscuro y la noche estival, tu cabeza pasea por tribulaciones insignificantes, pequeñeces y absurdos. Y lo diminuto de tu mundo, lo plácido de tus días, hace grande la nada. Y marchas de camino al bazar, y ves a otros niños en bici. Y sabes que sus vidas no son más excitantes que la tuya. Tampoco lo son menos. Y sin embargo ese sentimiento muda y algo trastoca esos impulsos tranquilos. Esta noche, sobre la hierba y bajo la luna, eres consciente de que hay algo más allí. Y ese algo te marcará de por vida. Qué rápido hablamos a veces y estropeamos las buenas historias. La vista cae desde arriba, de la osa menor al horizonte, y de allí se acerca a tu alrededor y crees ver algo. Casi lo distingues y podríamos dar su nombre. Pero el encanto del relato huiría y tú y yo sólo seríamos ecos en conversaciones. No digas lo que viste y comencemos por donde corresponde, días antes de posarte sobre la humedad y el verde de aquel campo, antes de enredar en las estrellas y mirar a la tierra. Y ver que no existe insignificancia alguna en la vida de algunos jóvenes muchachos.

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